…Y NI SIQUIERA ME DÍ CUENTA…
Estallaban las olas en su lucha eterna,
unas contra otras chocaban tronando en una noche, que parecía no tener fin. Lo
tenía. Pero no sólo era el fin de la oscuridad, también lo era el de la luz, y
eso era lo que provocaba que aquella gota de sudor, fría, cayera a la arena gris
desde la sien del Humano. Su caída sonó como si un tambor tocara la nota
definitiva, inapelable, que indicara que todo iba, por fin, a terminar.
A pesar
de la oscuridad estancada en la playa vacía, y más allá de ella, ese mar y el
viento, podían significar resquicios de vida, pues con su sonido y su vaivén
parecían acunar al Humano adormeciéndolo, quitando importancia al
acontecimiento. Seguía de pie con su gabardina negra y aquel sombrero a juego
que le tapaba la cara.
El último relámpago rechazó ese sentimiento provocando por
un instante, con su luz, que el Humano quedase ciego, como tantas otras veces.
Después el trueno ya no lo sobrevino, pues sabía que debía sonar, y todos los
ruidos, por un momento, desaparecieron. Pronto la atmósfera volvió a ser gris y
pesada, inmóvil, e incluso los sables del océano eran ahora sólo el murmullo de los
soldados que se alejan. Las olas se calmaron y otra gota cayó, esta vez una
lágrima sorda que descendía hacia el vacío y las estrellas. El Humano siempre
se había refugiado en ellas buscando la protección de esos dioses de energía
pura, que todo lo habían soñado y todo sabían. Aspiró con fuerza, y paró sus
ojos en la perla del cosmos, que esa noche había menguado mostrando una irónica
sonrisa, exhaló el aire y, con un movimiento lento, levantó el antebrazo derecho dejándolo en
horizontal, doblado. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda retiró
la manga para dejar asomar las manecillas del reloj…Volvió a la posición
inicial, percatándose de que en realidad no importaba la hora que fuese, sólo
le importaba seguir oyendo el tic-tac, pues mientras sonara, también sonaría el
otro reloj, ese cuya velocidad se mide poniéndose la mano en el
pecho.
El Humano no pensaba en nada, y sin embargo lo sentía todo.
El Humano tenía recuerdos, tenía un pasado, tenía una vida…o eso creía. ¿ Dónde
iría ahora esa vida? Era la pregunta, que espontáneamente se había hecho, pero no podía responderla, no sabía, su cabeza daba vueltas y las venas
en sus sienes bailaban al son una música ruidosa y sorda al tiempo.
Entonces comenzó el frío. No quería sentirlo porque era la
señal de Su llegada…y a nadie le gusta Su llegada. Miró a su alrededor,
buscándola, su piel empalidecía, su gesto era sobrio. Era cierto, no entendía
el por qué de la llamada, pero, en el fondo, era la llamada para la que al Humano habían preparado desde su nacimiento, desde que respiró, ya que cuando lo
hizo por primera vez no sólo significaba que vivía, sino que también moría.
Cerró los ojos, no quería intentar evadirse, (o quizá sí), lo que pretendía era
estar consigo mismo una última vez. Eso lo tranquilizó, y logró no volverse
loco del todo, abrió los ojos y…nada. Miró de nuevo hacia los lejanos
centelleantes ojos de gato que, obviamente, lo observaban. El frío se hacía ya
casi visible, ya que, bajo la gabardina, los pelos de los brazos del humano se
habían erizado, en la nuca ocurría lo mismo, como si sintiese que un fantasma
le susurraba al oído palabras huecas. Suspiró una nubecilla de vapor caliente.
El mar era en ese momento una masa de metal que chillaba y lloraba
retorciéndose por Ella, estaba cerca.
Entonces, el Humano se acercó a la orilla, y vio su reflejo
en el agua…y los diez segundos en los que todo había transcurrido perdieron el
sentido, como todo lo demás, cuando para su asombro, vio en el reflejo
que…efectivamente, su cabeza era una
calavera.
Mario Vicente Guixeras